Un hombre con sombrero
sentado sobre un banco,
mira detenidamente
el parpadeo de un semáforo.
Las hojas lo rodean
y bailan bajos sus pies
y sobre sus pisadas.
En la lejanía
puede verse
una bicicleta anoréxica
dentro de una cochera.
Pero no hace falta irse tan lejos.
A escasos metros
se ríe un charco.
En el parque de la plaza,
la melancolía pinta los edificios
de gris y de negro,
haciendo llorar a un sauce.
Las calles están vacías
y en las aceras
naufragan los periódicos.
Se oyen ladridos
que cesan en el silencio
pero no se ven perros,
tan sólo se ven correas.
El frío marcha
por las avenidas
en formación
y los trenes
plagados de telarañas
de sueños sin cumplir,
se aferran al hierro de sus vías
llegando a llagarse las manos.
La luna ,día y noche
abre su posada
al humo de las chimeneas.
No quedan estaciones.
El invierno murió hace mucho
y la primavera
se perdió en su funeral.
La lluvia dejó de visitarnos;
se la bebió el verano
en un café color otoño
con dos terrones de azúcar
envueltos en sal
y tequila.
Las calles están vacías
y en los escaparates
desfilan los pecados capitales.
Soledad es una niña
desnuda y desnutrida,
que recoge agua de los charcos
con una botella de plástico.
Bebe de su soledad
sumergida y sucia
de sucias alcantarillas.
Mientras, la tristeza muerde el cielo
y el cielo se quiebra en llantos,
¿quién ha escondido la vida?
¿dónde se encuentra?
Las tejas lloran solitarias
la ausencia de los viernes de póker
de los gatos callejeros
e imitando el ronroneo,
están los canalones
filtrando el agua
entre sus dedos de latón.
Los árboles no florecen.
A excepción del sauce que llora,
se abrigan con bufandas y guantes.
El viento marea
a una cuchara desamparada
dentro de una taza
de porcelana
donde yacen,
desechos,
restos del otoño.
Aquel hombre se levanta
ayudado por vejez,
su fiel bastón
al que acompaña
y paseando por la calle,
suspira su viejo cayado
y crujen sus cervicales.
Los edificios en ruinas
luchan por resistir
a las embestidas de la tristeza,
que los golpea como bolas de demolición.
Las golondrinas
jamás regresaron,
murieron fatigadas
por no tener donde anidar.
El sol
se quedó ciego
hace ya tiempo,
golpea con su varilla
a los satélites,
para dejarse ver.
Aunque él, no vea.
Las calles están vacías
y la tierra, ensangrentada,
se retuerce de dolor.
No hay luz,
porque ya no hay nadie,
en la oscuridad,
que la reclame.
El paseo se alarga
pasando por nuevas avenidas
llenas de desesperación.
En una esquina,
colgado de un picaporte,
descansa la pasión
de alguna mujer,
que se vendió
al dueño de la cartera
que yace en el asfalto.
En el suelo,
la embriaguez
sujeta una botella de ron
vacía,
y el alcohol se escapa
navegando
por las alcantarillas.
A lo lejos,
de nuevo,
se ve en el puerto
un pañuelo blanco
hondeando
y despidiéndose
del regocijo
De fondo,
se oye la sirena
de algún transatlántico,
recitar poesía.
Ahora es el mar
el lugar
donde se naufraga
y las vías del tren,
donde tumbada
sobre una hamaca
reposa una dama de negro.
Las calles están vacías
como un vaso de cristal
tirado en una cuneta.